Idai


La mañana había transcurrido apaciblemente en Nhamatanda. Halima había estado en el campo con sus niños, recogiendo las últimas mazorcas de la temporada. Tres de los niños jugaban con una mazorca como si fuese el micro de un karaoke, mientras el más pequeño que no llegaba al año, dormitaba envuelto en un fardo atado a sus espaldas. Le costó trabajo hacerles comprender que tenían que volver para preparar la cena. Su casa era circular y tenía el tejado de paja para poder evacuar el humo. Justo cuando llegaron el viento empujaba un cierto olor a salitre extraño en su región, ya que la playa quedaba a unas horas en coche. Allí en el horizonte, el cielo estaba encapotado.

Dewa, su marido, llegó corriendo desde el centro del pueblo. Estaba alterado.

- ¡Halima! ¡Los niños! Menos mal que estáis aquí. - Dijo mientras se agachaba a abrazar al más pequeño.
- Cariño, ¿que pasa? ¿Porqué estás tan alterado?
- Han anunciado que un ciclón azotará nuestro país en las próximas horas. Se están reuniendo todos en el centro administrativo porque es el único edificio con electricidad y esperan pasar allí el ciclón resguardados.

Halima preparó una mochila con agua y unos restos de pan para Dewa y los niños, con su bebé siempre pegado al cuerpo, agarraron un niño de cada mano y los seis se marcharon corriendo sin mirar atrás. El centro del pueblo era un hervidero: perros ladrando, niños llorando y todo el mundo corriendo desordenadamente, intentando encontrarse con toda su familia antes de entrar en el centro administrativo. Dewa se puso delante de ella para abrirle el paso. El viento arreciaba y unas gotas gordas habían comenzado a caer sobre ella. La gota en la comisura de sus labios le reveló que el agua era salada.

Los administrativos habían preparado una zona para cada familia separados por un espacio central a modo de pasillo para poder distribuir comida y agua durante las horas en que estaba previsto que el ciclón pasase. Halima y Dewa encontraron un pequeño cuadrado en el que sentarse. Los cuatro niños abrazaron a Halima y Dewa los abrazó a todos a la vez para tranquilizarlos mientras oían el repiqueteo de la lluvia intensa en el tejado.

En unos minutos la lluvia arreció y el resto de gente que aún quedaba fuera quiso entrar a un tiempo, provocando la desaparición de los pasillos y cualquier otra organización que se hubiera planificado anteriormente. La gente entraba empapada, muchos de ellos histéricos o llorando por no haber podido encontrar a los suyos a tiempo. Llevaban el miedo dibujado en la cara y se hacinaban los unos contra los otros, empujando a niños, enfermos y todo tipo de mobiliario. Muchos no pudieron entrar y se marcharon a refugiarse a los almacenes de los alrededores, de arquitectura mucho más precaria.

Asempa, el hermano de Dewa, entró empujado por la turba. Tenía 15 años y todavía no estaba casado, aunque vivía solo. Los padres de los dos hermanos habían muerto hacía ya diez años. Dewa lo llamó con la mano y sus miradas se encontraron, pero la masa humana no les permitía moverse hasta encontrarse.

El administrativo responsable, Duarte, los vigilaba desde una ventana en el piso superior donde tenía su oficina. Descendiente de portugueses por parte de madre, nunca se había sentido parte de la cultura Ndau local. No tenía familia a su lado y se alegraba de poder tener el mejor asiento y un baño privado para él en momentos como ése. Él era el hombre más poderoso del pueblo y si se había quedado allí era porque no le había dado tiempo de coger el coche y llegar hasta Beira antes que el ciclón. La radio había perdido la señal, así que se la había dado a los refugiados para que no fueran a molestarlo continuamente preguntando por noticias. Era más bien grueso y no tenía miedo en su expresión. Al contrario, miraba con desprecio el pánico ajeno como si afectase únicamente a seres inferiores a él. No hizo ningún esfuerzo por organizar a la turba y evitar desastres posteriores como acumulación de heces o falta de agua. Ese descontrol y la subsiguiente miseria ajena le provocaban una sensación de superioridad adictiva que compensaba todas sus otras frustraciones. No había podido superar las pruebas para graduarse en la escuela preuniversitaria, pero su grado administrativo había ido creciendo a base de no cooperar y a ser posible boicotear a los que eran mejores que él.

Cuando las puertas se cerraron la gente empezó a distribuirse por las áreas restringidas a funcionarios mientras éstos se quejaban. Las discusiones eran elevadas y los niños de Halima se abrazaron más fuerte a ella mientras el bebé se amarraba a un pecho dormitando. La segunda más pequeña, Yassira, la miró llorando porque se le había escapado el pipí.

- No pasa nada cariño, aquí está todo el mundo mojado también. ¿No los ves? Parece que todos se hayan hecho pipí encima y estén discutiendo por eso. - Dijo Halima a modo de consolación. Toda la familia sonrió con la complicidad de los que miran al mundo desde fuera, y la pequeña dejó de llorar para sonreír con el resto de los suyos. El mundo podía estar cayéndose a pedazos, pero ellos estaban juntos y se sentían afortunados.

Las horas siguientes fueron un infierno. La lluvia salvaje golpeaba el tejado con furia provocando un constante sonido de desastre. La gente empezó a encontrar su sitio y finalmente, el tío Asempa llegó hasta ellos con una expresión grave. Aparentemente no había querido entrar antes porque estaba esperando a Yasmina, la chica con la que estaba prometido. Ella no había aparecido, aunque conociéndola, era probable que sus padres la hubieran obligado a quedarse allí con ellos para cuidarlos en caso de que pasara algo. Yasmina tenía 13 años y tenían pensado casarse en unos meses, cuando Asempa pudiera pagar la dote. A Yasmina se le hacía muy duro vivir con sus padres y le había parecido perfecto empezar a vivir con él, así que Asempa solo esperaba que la cosecha terminase para formalizar los trámites con los padres de la chica. Ahora estaba bastante preocupado por ella. El frío húmedo de sus ropas no lo ayudaba a pensar con optimismo y su cara traducía su pena. Dewa le puso una mano en el hombro y le ofreció su camiseta seca como consuelo. Las horas transcurrieron despacio, así que cuando la luz se hizo más tenue, Halima puso a dormir a todos los niños apoyados entre ellos en el regazo de Dewa. Al final, ella también se recostó sobre Dewa por un lado y Asempa se dejó caer al otro costado.

Cuando el martilleo de las gotas y el viento sobre el tejado de metal cesó, la luz que entraba por las ventanas empezó a ser más clara. Los niños habían dormido toda la noche y parte de la mañana también, ya que estaba tan oscuro que no se distinguía la noche del día. La señal de la radio volvió con la luz y según el informe de la cadena local, el ciclón había pasado justo por encima suyo y se había desviado más al norte.

La gente empezó a salir con prudencia. La familia de Halima pudo contemplar lo que antes había sido su pueblo: no quedaba más que las trazas de la calle principal y algunas paredes medio derruidas allí donde antes había casas. El edificio de la administración era el único que había aguantado con el tejado casi intacto, mientras que la gran mayoría estaban completamente devastados. La impotencia se iba apoderando de todos los habitantes al tiempo que salían del centro que sirvió como refugio. Habían perdido sus casas y su cosecha. De hecho, habían perdido una gran parte de su vida.

Halima y Dewa recogieron a los niños y se volvieron a casa. El camino estaba inundado parcialmente y se estaban haciendo a la idea de que tendrían que empezar a construir su casa de nuevo. Mientras tanto, Halima dio orden a los niños de recoger todo el maíz y cualquier otra comida que encontrasen por el camino. Se quitaron las camisetas y las ataron por todos los agujeros hasta convertirlas en sacos en los que transportar todo lo que pudieran. Mientras los pequeños se agachaban a recoger todo lo que veían, Dewa iba almacenando leña bajo el brazo. Estaba lleno de amor por su familia y sabía que saldrían adelante.

Cuando Halima y su familia se marchaban a reconocer la que antes había sido su casa, Asempa salió corriendo en busca de Yasmina. La casa de sus padres había desaparecido, y éstos habían sido encontrados cerca, con signos de ahogo. Sólo habían tenido una hija, Yasmina, y habían intentado que ella les sirviera y les atendiera para educarla como esposa. No obstante, Asempa creía que a veces se aprovechaban de su trabajo y que no la dejaban ser ella. Al verlos allí, con las caras hinchadas no pudo hacer otra cosa que perdonarlos e intentar enterrarlos. Transportó los cuerpos a unos metros de los restos de su casa y con unas maderas cavó en la tierra que empezaba a secarse. Cuando hubo terminado continuó la búsqueda de Yasmina. La chica no aparecía y él estaba empezando a sentir una angustia muy pesada dentro suyo. Después de varias horas buscando sin resultado, se marchó llorando hasta casa de su hermano Dewa. Allí se lo encontró, cuando el sol se ponía, organizando los cimientos de la que fue su casa y a toda la familia intentado reconstruirlos mientras Halima intentaba hacer un fuego para cocinar. Se puso a ayudarlos para no pensar en Yasmina y se quedó con ellos aquella noche. Mañana volvería a buscarla, e intentaría ir a ver el estado de su propia casa.

El caos del refugio era una muestra del desconcierto y la desorganización de los días que siguieron. La ayuda de cooperación internacional llegó a las ciudades en las horas siguientes, pero las carreteras y los accesos estaban tan deteriorados que las mercancías no podían ser transportadas. Por primera vez, Duarte se notó molesto con las consecuencias de aquella miseria en la que también se encontraba él. Al verse asustado su odio por el resto el mundo creció y su visión se nubló como si el ciclón estuviera todavía en su cabeza, martilleando su cerebro de metal. Cuando el primer camión de ayuda apareció al día siguiente, se concentró en ser el mayor responsable de organizar las filas para que los cooperantes confiaran en él toda la mercancía, o la mayor parte, y así distribuirla como mejor creyera. Cada familia tenía un nombre y les correspondían unas cantidades de productos según los miembros que la constituían.

Cuando llegó el turno de Yasmina, ésta estaba aún desorientada. Había visto como la corriente se llevaba a sus padres mientras ella se aferraba a un árbol durante horas. Las aguas subían y ella trepaba hasta que ya no hubo más árbol por el que subir. Los objetos más inverosímiles pasaban por delante de ella llevados por la masa de agua: bidones de almacenaje de maíz, restos de tejados, trozos de ropa, de plantas, trozos de alguien que ya se ahogó... Allí se quedó dormida, extenuada de llorar desesperadamente. Por suerte, el árbol aguantó el viento y el agua durante varias horas y cuando el ciclón hubo pasado, pudo descender a lo que quedaba de su mundo. No sabía donde estaba y caminó sin rumbo hacia donde sus padres habían desaparecido, sin saber que la corriente no los había transportado en linea recta. Por la noche llegó a una carretera despedazada en la que un camión se había quedado atrapado. Los hombres de dentro eran del ejército. Sin saber porqué, se escondió en los matorrales de al lado y se comió restos de patata dulce que había encontrado tirados por el camino. Se quedó a dormir resguardada por los matorrales, con una infinita tristeza por no haber podido encontrar a sus padres y por la desolación generalizada en todo aquello que había conocido y amado en su vida. Al día siguiente el camión no estaba allí, así que decidió seguir la carretera hasta volver a su pueblo. Habían conseguido llevar el camión del ejército y otro de ayuda humanitaria hasta el centro, y Duarte estaba organizando a todo el mundo para distribuir los bienes, así que se puso a la cola.

- Tu nombre no está en la lista.
- Claro que sí que está: familia Asiamah. Tiene que estar porque llevamos viviendo en este pueblo toda nuestra vida.
- Sí, la familia Asiamah está, pero es la familia de tu padre, y no veo a tu padre por aquí. Tú no estás en la lista, así que no puedes recoger los bienes.

Duarte disfrutaba con aquello: él administrando los destinos de los demás, como la persona más importante de ese mundo. Aquella niña lo miraba con lágrimas en los ojos. Las ropas medio roídas dejaban entrever un cuerpo de mujer incipiente y seguramente virgen que le iba a hacer las delicias que él quisiera a cambio de un saquito de arroz y un quilo de frijoles. Se acercó a la niña, la apartó del resto de gente de la cola y con un dedo le secó una lágrima que corría por su cara.

- A ver, pequeña. Creo que podría ayudarte si luego tú me ayudas a mí. Pero solo porque me caes bien, eh?

La pequeña sonrió esperanzada.

- Vamos a ver, yo voy a poner tu nombre dentro de la familia Asiamah, ¿de acuerdo? - Yasmina no se podía creer lo que le estaba pasando. Qué suerte tenía. - Y luego, me vas a esperar detrás del centro administrativo para que te de los productos que te corresponden.
- De acuerdo, señor Duarte. Muchas gracias.

Cuando Asempa llegó al centro, encontró a Yasmina llorando con un saco de frijoles en la mano.


NOTA: Ejercicio 0002, Noticias frescas (link a la noticia).

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